El Día de la Unión: la película definitiva sobre el temblor de 1985

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En el momento cumbre de El Día de la Unión (Becker, 2018), Javier (Armando Hernández), un frustrado arquitecto metido de taxista y ahora además involuntario rescatista en alguno de los tantos edificios colapsados en el terremoto del 19 de septiembre de 1985 en la Ciudad de México, al ver a sus compañeros frustrados no sólo por no poder sacar más heridos sino por la corrupción de los políticos mexicanos quienes prefieren echar las máquinas antes que seguir buscando sobrevivientes, es súbitamente poseído por el espíritu del presidente Thomas J. Whitmore (Bill Pullman en el ya clásico Independence Day, 1996) y entonces, el humilde pero ligador taxista, siempre en pose heróica, se dirige a todos sus compañeros rescatistas para, mediante sentido discurso nacionalista, arengarlos para seguir hurgando entre los escombros, porque al fin y al cabo así somos los mexicanos, nos crecemos en la tragedia.

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El inspirado momento, lleno de innegable delirio y emoción a flor de piel, es el resumen perfecto de esta película. Protagonizada, escrita y dirigida por Kuno Becker(!), El Día de la Unión podría convertirse en la película definitiva sobre el temblor de 1985. Si bien con 7:19 (México, 2016) Jorge Michel Grau logra darle la vuelta a la falta de presupuesto mediante un relato ominoso y asfixiante en una sola locación, Kuno Becker en cambio va por todas las canicas e invierte a lo grande en efectos especiales, animaciones por computadora y todo lo necesario para que, junto con la cámara de Rodrigo Marina, la película nos transporte no sólo al México de mediados de los 80, sino al momento mismo en que vivimos el horror de ver las paredes a nuestro alrededor colapsar y sepultarnos.

El cine mexicano nunca había mostrado al fatídico temblor de 1985 de forma tan espectacular y a la vez espeluznante. Sin escatimar, Becker invirtió fuerte en un diseño de producción que no teme gritar a los cuatro vientos ¡estamos en 1985!, ya sea mediante el detalle fino (el ochenterísimo reloj-robot que porta un niño) o las vastas recreaciones de edificios enigmáticos como el Hotel Regis.

Para Becker, más es más, y no hay poder humano que lo detenga en este apoteósico relato de buenos y malos, de héroes y villanos, de explosiones y grandes escenarios. Becker, sin tibieza ni control, dibuja con brocha gorda a un país dividido que sólo se une a través de la tragedia y la memoria: ese 19 repetido que, no importando delirio o desmesura, nunca se nos va a olvidar.