El Juego del Calamar 2: la serie que dio vida a Netflix

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Lo confieso. Por mi culpa, por mi culpa, por mi grandísima culpa. La vi completa el día que la estrenaron. No por que fuera extraordinaria, ni siquiera para averiguar si merecía estar en la lista de las series buenas de 2024; simple y sencillamente la vi porque en 26 de enero, después del recalentado, no hay nada mejor que hacer que cama y Netflix.

El Juego del Calamar se estrenó en septiembre de 2021 sin mayores expectativas. Eso sí, en una época en que Netflix se enfrentaba al nacimiento y proliferación de plataformas propias que le estaban quitando buena parte de sus contenidos subcontratados. HBO Max, Disney +, Apple TV, Star +, que se sumaban a las preexistentes Prime, Hulu, Mubi.

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Su estrategia de incrementar costos, mientras sus nacientes competidores presentaban ofertas más baratas hacían que mucha gente vaticinara una mudanza masiva de suscriptores de la plataforma de la N implacable.

De pronto, una serie coreana, más extraña que convencional y con una producción de apenas 21 millones de dólares, superó todas las expectativas. Por meses fue la serie más vista en el mundo.

Un juego de adicción

El Juego del Calamar no solo revitalizó el catálogo de Netflix, sino que también reforzó la confianza de los inversores en la capacidad de la plataforma para competir en un mercado cada vez más saturado, consolidando su posición como líder en la industria del streaming. Hoy, aún teniendo mejores opciones y catálogos de mejor calidad en otras plataformas, Netflix aunque no tenga trono ni reina, ni nadie que lo comprenda, pero sigue siendo El Rey.

Curiosamente, el sutil mensaje que aquella sorpresiva primera temporada pretende ofrecer, presentando ese Corea con una sociedad brutalmente empobrecida capaz de jugarse la vida en manos de un voraz capitalismo que usa a la gente como vil y sangriento entretenimiento. Es una crítica al sistema capitalista que lo lleva al extremo de lo absurdo y sangriento, pero que no se aleja del gesto del chofer en Parasite, cuando escucha a la rica en el asiento de atrás del automóvil “qué bueno que llovió anoche».

La gallina de los huevos de oro

El Juego del Calamar se ha convertido en la gallina de los huevos de oro de Netflix, pero su evolución plantea una pregunta incómoda: ¿hasta qué punto puede una obra que critica al capitalismo seguir siendo auténtica cuando se convierte en el símbolo de éxito de una empresa cuyo negocio depende de mantenernos pegados a la pantalla?

La primera temporada llegó como un huevo perfecto: brillante, inesperado y contundente. Su brutal honestidad nos golpeó como pocas series lo habían hecho antes. Un guion afilado como un cuchillo de cocina y personajes que, en su desesperación, reflejaban los sacrificios extremos que muchas personas enfrentan a diario en un mundo que parece jugar con nuestras vidas como si fueran fichas en un tablero. Fue grotesca, sí, pero también profundamente reconocible, y por eso resultó tan impactante como necesaria.

Pero, al igual que la gallina que descubre que puede poner huevos dorados, la serie comenzó a enfrentar las demandas del mercado: «¡Más juegos! ¡Más violencia! ¡Más personajes icónicos para vender disfraces en Halloween!» El dilema no es menor. Por un lado, la primera temporada nos recordó lo caro que sale entregarnos al sistema que nos consume, pero por otro, la serie misma se convirtió en un producto que se comercializa en todos los rincones del mundo.

El juego de la mercadotecnia

Desde camisetas hasta memes y anuncios de colaboraciones con grandes marcas, El juego del calamar ahora camina por una cuerda floja, balanceándose entre su mensaje original y el brillo del oro que genera.

¿Puede seguir siendo una obra crítica mientras sus huevos dorados alimentan el sistema que una vez quiso denunciar? Quizás la respuesta sea tan compleja como la psicología de los personajes que tanto nos cautivaron en esa primera entrega, pero tan simple como lo que ofrece la segunda temporada. Absoluto y brutal cinismo.

Lo que no se puede negar es que el huevo original, esa primera temporada, nos dejó un legado innegable: puso sobre la mesa conversaciones necesarias sobre desigualdad, sacrificio personal y el precio de la supervivencia. Sin embargo, la segunda temporada sigue una fórmula y la exagera hasta volverla parodia.

Seong Gi-hun el asustadizo y bobo jugador 456 de la primera temporada, llega a la segunda en su versión Chuck Nurris a administrar sin sentidos. ¿Eso significa que es mala? No necesariamente. Cumple con divertir. Cumple con el pacto audiencia-programa de regresarnos a los juegos con violencia gore al punto del absurdo, cumple con la cuota se sangre y, hasta cierto punto con la cuota de sentimentalismo e intriga. Se repite el truco del jugador número uno, pero no lo dejan como sorpresa para el final, los espectadores lo sabemos desde el principio, son los jugadores los que ignoran que tienen al enemigo dentro.

El juego, sin calamar

La segunda temporada, aunque esperada con ansias, refleja las dificultades de sostener una narrativa que inicialmente no parecía diseñada para extenderse. Si bien la serie mantiene su capacidad para impactar visualmente y su habilidad para crear tensión en los momentos clave, se percibe un cambio en su dirección: en lugar de profundizar en su discurso original, parece haberse inclinado más hacia satisfacer las demandas de un público global que espera más juegos, más violencia y más espectáculo.

Esto no quiere decir que la temporada carezca de méritos. La producción sigue siendo impresionante, con una dirección artística que sabe cómo utilizar los contrastes visuales para intensificar el impacto emocional. Los juegos continúan siendo un reflejo retorcido de las dinámicas sociales y económicas, y las actuaciones, en su mayoría, logran transmitir la complejidad de los personajes. Sin embargo, donde la primera temporada ofrecía una narrativa cerrada y contundente, la segunda se siente más como un puente hacia algo mayor, con un final abrupto que deja más preguntas que respuestas.

Pequeño spoiler, sáltate este renglón si no lo quieres saber. La temporada dos termina en un cliffhanger. Si quieres ver el final, vendrá en 2025.

Este enfoque fragmentado podría ser una estrategia para mantener a la audiencia enganchada, pero también corre el riesgo de alienar a quienes esperaban una historia más completa y satisfactoria.

Un punto importante para destacar es la paradoja de la serie: una historia que critica la deshumanización del capitalismo se ha convertido en un producto masivo, con merchandising, spin-offs y una estrategia de comercialización que parece contradecir su mensaje original. Aunque es innegable que la serie ha generado conversaciones importantes sobre desigualdad y moralidad, también es evidente que su éxito global ha diluido parte de esa esencia, transformándola en un fenómeno cultural que no siempre se alinea con sus raíces ideológicas.

Sigue siendo entretenido

Dicho esto, «El juego del calamar» sigue siendo una serie relevante y entretenida. Pocos programas logran combinar de manera tan efectiva el suspenso, la crítica social y el drama humano. Sin embargo, el desafío para sus creadores ahora es recuperar el equilibrio entre ser una obra reflexiva y un producto de consumo masivo. La segunda temporada ha demostrado que este equilibrio es complicado de mantener, pero no imposible.

En última instancia, la serie merece reconocimiento por su capacidad para innovar y generar debate. Por ahora, sigue siendo un espectáculo digno de ver, aunque con la advertencia de que el mensaje central corre el riesgo de perderse en el ruido de su propia fama. Eso sí, al menos acá juran que la tercera temporada será la última.