Cuando la película Emilia Pérez empezó a desatar furias en redes sociales y en mesas de café —donde se arregla el mundo con la misma facilidad con la que se descompone—, supe que algo interesante había pasado. En cuanto escuché la premisa de la película, mis propias moléculas de indignación me inspiraron a encender antorchas y buscar al primer francés con quien vengar hasta las injurias de Maximiliano.
Es que, si logras juntar en una misma trinchera a derechistas tránsfobas, Eugenio Derbez, feministas de pañuelo morado, niños rata de extrema derecha, militantes de izquierda trasnochada y activistas trans, una no puede menos que preguntarse: ¿qué clase de alquimia cultural provocó este combo?
Claro. También enfilé mis armas contra el despropósito de una película con semejante falta de sentido común, pero igual como la mayoría de quienes la odiamos desde México, lo hicimos sin verla.
Así que la vi. Y bueno, es mala. Pero no tan mala. Es una de esas películas que no terminan de ser nada: no es drama, no es musical, no es una joya vanguardista ni un completo desastre. Es el equivalente cinematográfico a un taco sin salsa, ni cebolla, ni carne, ni tortilla: no es nada. Ni siquiera tan mala como para ser lo peor que haya ocurrido entre Francia y México desde la guerra de los pasteles.
El capo que cantaba
La premisa es suficiente para hacer vomitar a cualquier ideología: un capo sanguinario del narco se somete a una operación de cambio de sexo y, como si la cirugía incluyera un bono de redención moral (ese se ofrece en otros ministerios), se convierte automáticamente en buena persona. Una premisa así ofende transversalmente: los feminismos tránsfobos de derecha gritan, la comunidad trans grita, los machismos de siempre gritan. A todo esto, se suma el murmullo indignado de cierta burguesía mexicana, que aún no supera que México no es La Condesa y que sea representado por Hollywood en parajes áridos llenos de sicarios y cactus.
En el fondo, la premisa podría haber sido un ensayo sobre el cambio y la redención, pero se queda en algo tan superficial como un meme político mal hecho. Como si pensar en el México real fuera demasiado complicado, y mejor apostamos por el estereotipo de siempre: bigotes, pistolas y tequila.
Progresismo de cartón
La película es un espejo curioso del progresismo en crisis. Ese que lanza grandes discursos de inclusión mientras maquilla desigualdades estructurales. El discurso woke colapsando en su propio vacío. El intento es evidente, pero el desastre sigue ahí. Todo en Emilia Pérez es artificioso, como si cada diálogo y cada canción hubieran sido diseñados para encajar en algún checklist político. El problema no es el español mal masticado por una actriz joven que no habla español, el problema no es que el director ni siquiera haya volteado a ver a México para inventar su cuento, el problema no es que las buenas conciencias se duelan de que México no es eso, cuando sí lo es, sí es narcos, violencia, búsqueda.
El problema no es que sea ofensiva, sino que no lo es lo suficiente como para provocar algo útil. Ofende, pero a medias. No incomoda ni pone a nadie a pensar realmente, solo reafirma las mismas batallas culturales que ya estaban en marcha. Es tan difícil de soportar, que sirve sólo para encantar a las pupilas woke que han de emitir los votos en las próximas ceremonias de premiaciones convencidos de que su imagen maniquea de lo que pasa en nuestro país, es cierta, eso sí, cantado y buena ondita para no incomodar. Es el punto más alto de lo insulso de la cultura woke que, esperemos, puede marcar su propio declive. Puede ser el “Crash” de 2025.
Emilia “Crash” Pérez
Premiar a Crash como Mejor Película en los Oscars de 2006 ha sido reconocido como un error por muchos críticos y cinéfilos. La decisión, vista como una preferencia por lo accesible y didáctico, relegó a películas como Brokeback Mountain, que ofrecía una narrativa más profunda y culturalmente significativa.
Esa elección generó una oleada de críticas hacia la Academia, cuestionando su capacidad para reconocer obras artísticas que desafían convenciones y reflejan con autenticidad las complejidades del mundo.
Que en 2025 se reconozca a Emilia Pérez como una mejor película que La Sustancia o Anora, podrá ser, en retrospectiva un catalizador para que la Academia reconsiderara sus estándares, fomentando un enfoque menos dependiente de la agenda woke, respecto a lo que se considera «la mejor película».
Los indignados del siglo XXI
Lo más interesante de esta película no es la película en sí, sino las reacciones. ¿Qué une a sectores tan distintos como los feminismos conservadores, los neomachismos de derecha y los liberales decepcionados? Tal vez sea el horror compartido ante un reflejo demasiado grotesco: la película toma los clichés y las contradicciones de cada grupo y los amplifica hasta volverlos caricatura.
Es como si todos los bandos hubieran visto en Emilia Pérez un espejo, y nadie quisiera reconocerse en lo que vio. Los derechistas vieron el progresismo «impostor». Los progresistas vieron el uso superficial de sus causas. Y los mexicanos en general vieron, otra vez, un México de película que no se parece al México que creen habitar. Aunque, si somos honestos, tal vez todos habitamos un poquito de Comala, y no queremos admitirlo.
Lo que queda después del ruido
Emilia Pérez no será recordada como una obra maestra ni como un desastre épico. Será una de esas películas que funcionan más como excusa para hablar de todo lo demás. No se gana nada viéndola, pero es fascinante observar cómo su simple existencia enciende debates que dicen más sobre nosotros que sobre ella.
Quizá eso sea lo que el cine, incluso el malo, tiene de poderoso: obliga a la sociedad a mirarse en un espejo, aunque sea uno sucio y distorsionado. Porque, después de todo, no es la película lo que nos incomoda. Somos nosotros mismos.