¿Puede existir Indiana Jones sin Steven Spielberg? La respuesta es no. Y este reparo se vuelve aún más contundente luego de ver la más reciente cinta (y probablemente última, por razones geriátricas) de la saga del arqueólogo más famoso del cine: Indiana Jones and the Dial of Destiny (USA, 2023)
La presencia de Spielberg en la saga y en la construcción del personaje es tan icónica como el fedora, el látigo o incluso el tema musical compuesto por John Williams. Por supuesto, el peso específico de todo el número recae en la personalidad y el gravitas de Harrison Ford, pero sin Spielberg el personaje navega en una clara orfandad.
El Indiana de Ford es un héroe de la clase trabajadora, fallido y falible, que va haciendo las cosas al vuelo (“I’m making this up as I go”), que la suma de sus derrotas es más que la de sus victorias, que no bien ha salido de un problema cuando ya está metido en otro. Un experimentado sobreviviente con mucha suerte y con aún más sentido del humor.
Pero de nada sirve tener un héroe tan carismático si no sabes cómo plantarlo frente a la cámara, como filmarlo en escenas de acción, como mostrar los grandes escenarios donde sucede la aventura y cómo darle una personalidad cinematográfica. Es ahí donde Spielberg se vuelve fundamental e indispensable para el personaje.
Spielberg: el alma del personaje
Ejemplos sobran, desde la clásica secuencia de la bola gigante que aplastará a Indy, pasando por el gag de la pistola contra la cimitarra (cuya génesis surgió por una crisis en el set: Harrison estaba enfermo y no se sentía bien para hacer una escena de acción larga), el magnífico inicio de Temple of Doom (con un Indiana asumiendo sus orígenes James Bondsescos en una gran secuencia que incluye, baile, suspenso y acción), o qué decir de la grandiosa escena de Indiana contra el tanque de guerra nazi en The Last Crusade.
Podemos seguir y seguir, pero la constante es la misma: la forma en como Spielberg resuelve las escenas, usualmente con gran economía, con cortes directos, con planos secuencias cortos (de minuto y medio, especialidad de Spielberg desde Jaws) que no sólo hacían más rápido el rodaje sino que le daban una personalidad muy especial a la película.
Dos ejemplos para ahondar sobre esto último. Primero, la conversación que sostiene Indiana con Brody (Denholm Eliott) al inicio de Raiders of the Lost Ark. Brody llega a la casa de Indiana, le informa que han aceptado patrocinar la expedición para buscar el Arca, Indiana abre una botella de licor, la sirve, brindan, platican sobre los peligros que la expedición implica a lo que Indiana responde “tu sabes que soy cauto”. Toda la escena hasta el momento no ha tenido un solo corte, tan solo movimientos suaves de cámara, acercamientos que dejan a uno u otro personaje en el plano. El único corte, abrupto, es cuando Spielberg hace un inserto para mostrar un arma y así reafirmar la frase final, “soy cauto”.
Segundo: la plática no muy amistosa entre Lao Che (Roy Chiao) e Indiana Jones al inicio de Temple of Doom, para negociar el intercambio de una joya. La escena inicia con el clásico campo contra campo, Indiana y Lao están sentados en una mesa, frente a frente, con un plato giratorio en medio. De repente el plato se vuelve parte de la acción, intercambian objetos girandolos para pasarlos de un lado a otro de la mesa y la cámara emula el movimiento, sin cortes. La situación se hace más y más tensa gracias a esa forma de resolver la escena.
La última aventura de Indiana
Son ese tipo de cosas las que hacen que la trilogía original de Indiana Jones sea más, mucho más que una simple saga de acción. Y precisamente, de las escenas de acción ni hablamos, porque Spielberg las filma todas con absoluta maestría (incluso las que no filmó él directamente, como la secuencia del camión en Raiders), sin marear al espectador, sin cortes frenéticos, dejando siempre en claro dónde está el héroe y qué peligros lo rodean.
Ya sea por simple negocio, ya sea por nostalgia, o ya sea porque la cuarta película de Indiana Jones (La Calavera de Cristal) nos dejó un terrible sabor de boca (a pesar incluso de estar dirigida por Spielberg), llega una nueva entrega que trae dos problemas de origen: si bien Harrison Ford está presente, sus casi 81 años de edad ya no son algo que se pueda obviar, y segundo (el más grave) esta cinta no la dirige Spielberg.
Estamos a finales de la década de los 60, en plena fiebre espacial. El viejo Indiana sigue dando clases en alguna universidad, pero está apunto de jubilarse. El mundo ha cambiado y él no parece encajar. Sus vecinos hippies lo despiertan con música a todo volumen: el Magical Mystery Tour de los Beatles. En calzones, con un bat, el furibundo profesor, el otrora héroe invencible, no logra callar ni a sus vecinos.
Pero en aquel clásico de los Beatles está la clave de lo que estará por venir, una nueva aventura, un viaje que será “Mágico y Misterioso”. Su ahijada -también arqueóloga-, la ambiciosa y pragmática Helen (Phoebe Waller-Bridge) le cae de visita improvisada pero pronto se revelan sus verdaderas intenciones: hacerse de un artefacto misterioso -el Anticitera- que en la era Nazi su padrino habría recuperado.
Así, el viejo Indiana, sin mucho ánimo, tendrá que ponerse de nuevo el sombrero, la chamarra y el látigo, para perseguir a su ahijada y recuperar el McGuffin de esta entrega, al tiempo que de nueva cuenta se tiene que enfrentar a unos trasnochados Nazis (y pensar que hoy en día existen neonazis) y perseguirlos por cielo mar y tierra en secuencias que nos recuerdan a clásicos de la trilogía original: la persecución en el Tánger, Indy cabalgando en pleno metro de Nueva York, Jones buceando en medio de anguilas (que no son sino serpientes en el mar, ¿cierto?) y hasta cameos como el de Sallah (el siempre apreciable John Rhys-Davies) que nos recuerdan a los momentos más gloriosos de la saga.
Haciendo la chamba
El resultado es una cinta que va de menos a más, con un ritmo que inicia lento, que camina rengo (como Indiana mismo), y cuyo motor no es otro sino la nostalgia y la necesidad de tener un cierre más decente que el de aquella terrible cuarta entrega.
Las escenas de acción son funcionales, pero carecen de la habilidad de Spielberg para no marear al público, para siempre destacar a su héroe, y para volverse icónicas, ninguna en esta entrega lo es. El inevitable CGI sigue siendo un mal necesario. Aunque las secuencias con un Indiana rejuvenecido digitalmente se ven bien, se les olvidó rejuvenecer la voz de Harrison Ford: en el momento en que habla, la ilusión (que debió costar millones de dólares), se acaba. Ahora tenemos al Indiana de antaño pero con voz de viejito.
El director a cargo de esta entrega, James Mangold, hace el trabajo y no más, no hay brío autoral, no hay destellos, no hay imaginación. Estrictamente hace lo que se le pide y no más. Está bien, pero esto es Indiana Jones, no un episodio del nuevo superhéroe Marvel en turno, esto debería exigir mucho más que simplemente una secuencia de acción medianamente bien hecha. Necedad mía, lo sé, esperar a un Spielberg cuando en los créditos claramente se lee James Mangold.
El joven Indiana Jones
Por supuesto, esta cinta es mucho más disfrutable que la peor de toda la saga: Indiana Jones y la Calavera de Cristal (2008), pero tampoco se siente como parte de la trilogía original. Esto recuerda mucho más a la serie de televisión (otra donde tampoco se involucró Spielberg) Las Aventuras del Joven Indiana Jones, donde nuestro héroe conocía a muchos personajes claves de la historia de la humanidad en sus desopilantes aventuras juveniles.
En todo caso estamos ante una despedida un tanto parca y melancólica de un héroe viejo en un tipo de cine que no parece que volverá jamás. La película es un curita que trata sanar esa herida del cuarto episodio, y al menos esa tarea la cumple bien: al menos ahora, en nuestra memoria se quedará un bonito recuerdo de Indiana Jones.
Aunque nada de esto era necesario, porque en lo que a mi concierne, las aventuras del profesor Jones acabaron en 1989, con Indiana junto con su padre y sus amigos, cabalgando hacia el horizonte.