¿Hay alguna cinta de Francis Ford Coppola que no sea un passion project? El hombre entiende hacer cine como una aventura, una guerra, una batalla infinita contra los estudios que no entienden su visión. Desde que era un adolescente, Coppola se ha mostrado como el gran rebelde de Hollywood, un hombre que se desvive haciendo cine, cueste lo que cueste.
Así ha sido básicamente con todas sus películas. Así fue con Apocalypse Now (1979), una cinta que casi le cuesta no solo la vida sino la cordura. Así fue con El Padrino (1979), que aunque fue un trabajo por encargo siempre estuvo al filo del conflicto con el estudio, a punto de ser despedido en más de una ocasión. Así fue con One From the Heart (1981), la película por la cual se fue a la quiebra, ya que puso de su propio dinero en terminar esta locura de musical filmado completamente en enormes sets reales que recreaban Las Vegas.
En efecto, Megalópolis (USA, 2024) ni siquiera es la primera de sus películas con el potencial de llevarlo a la quiebra. Como dicen los gringos: been there, done that.
No sorprende pues que Coppola haya hecho lo mismo de nuevo: apostar todo su capital en una idea, una idea que le venía obsesionando desde hace mucho tiempo. A su edad el dinero no podría interesarle menos, sabe que está al final de sus días, sabe que sus hijos están cubiertos. Como buen kamikaze Coppola se lanza con todo y avión en pos de cumplir sus sueños.
Lo que sorprende, pues, no son los modos, lo que sorprende es lo mala que resultó la película.
Al inicio de la cinta, Coppola aclara que Metropolis es una fábula. Al parecer Coppola si es (como cierto trend de Tik Tok aseguraba hace algunos años) uno de esos hombres que piensa mucho en el Imperio Romano.
Estamos en Nueva Roma, que no es sino Nueva York pero con una horrible tesitura dorada que busca emular a Metrópolis (Lang, 1927), pero que más bien nos recuerda en todo momento la sala de Donald Trump. En esta enorme ciudad, cuna de un imperio decadente, vive un visionario arquitecto, urbanista y científico César Catilina (Adam Driver, en modo automático), ganador del premio Nobel (aunque en la realidad no hay premio Nobel por arquitectura) por descubrir un nuevo elemento, el Megalón, con el que pretende construir una nueva ciudad en medio de la ya existente, una ciudad perfecta.
El antagonista no es otro sino el alcalde de esta ciudad, Frank Cicero (Giancarlo Esposito), quien se opone a las locuras de aquel excéntrico idealista porque ello implicaría destruir viviendas y pues alguien tiene que pensar en el pueblo bueno. No obstante, este político tiene los índices de popularidad muy bajos.
Luego tenemos a Julia Cicero (Nathalia Emmanuel) la casquivana hija del alcalde, siempre en escándalos de tabloide, pero que por alguna razón que nunca comprendí, anda saliendo con César Catilina. Otro que tampoco está de acuerdo con la visión de Catilina es Clodio Pulcher (Shia LeBeouf, único que auténticamente parece estar divertido con esta película) un excéntrico (por decir lo menos) juniorcete, nieto del poderoso multimillonario Hamilton Craso III (John Voight).
El guión alude superficialmente a la famosa Conjuración de Catilina, donde el senador Lucio Sergio Catilina, cansado de perder las elecciones para el consulado, decide que la única forma en que este imperio decadente le permitirá llegar al poder es mediante la conjura, convirtiéndose así en un populista consumado. Interesante, sobre todo cuando justamente estamos a semanas de la posible reelección de Trump.
En papel suena fabuloso, pero si bien las intenciones del cineasta no dejan de ser de alto aliento, el guión (escrito por Coppola mismo) carece de la capacidad de llevar la metáfora hacia algún lado interesante.
Megalópolis está en la medianía entre Tucker: The Man and His Dream (1988) y One From The Heart (1981): historias de emprendedores incomprendidos (como Coppola) que luchan contra el sistema (comp Coppola) que fracasan (como Coppola) pero que el tiempo les da la razón (como Coppola), todo ello mostrado mediante escenarios claramente artificiosos, caros, y cuyo presupuesto solo tiene un destino: la quiebra.
Los diálogos son inanes, los personajes se ven y actúan acartonados (es un guión de buenos y malos), la estructura nunca deja de ser pobre, no pocas escenas carecen de sentido (esa secuencia que ocurre en unos andamios… ¿para qué?), las metáforas son en extremo básicas (el artista literalmente deteniendo el tiempo), el tono varía constantemente hasta que el sopor se hace inevitable, y eso sin detenernos mucho en ciertas escenas que se pretenden sexosas pero que resultan pueriles e innecesarias en el mejor de los casos.
Y eso no es lo peor: las conclusiones (la moraleja de esta fábula) son de lo más ridículo y vano, nunca a la altura ya no digamos de las ambiciones de la película, sino del propio Coppola. Es una pena absoluta.
En términos técnicos el desastre es aún peor: es una cinta que se ve fea, con una iluminación horrible, una estética propia de un comercial de perfume, efectos especiales que se ven baratísimos (y que no obstante se los debieron cobrar carísimos a Coppola), una edición errática que exhibe los problemas no solo de guión sino de duración (138 minutos son un exceso).
Estamos frente a un tabique oneroso, pretencioso y autoindulgente. Una cinta cuyo único éxito es la osadía y la necedad de Coppola por llevar todo esto adelante sin titubear, sin escuchar a nadie. Sofía: ¿dónde estabas mientras todo esto pasaba?, ¿por qué no le diste una leidita a ese guión que estaba escribiendo tu padre? Shame on you too.
Para no ir más lejos: mientras revisaba mis notas de la película, me di cuenta que los mismos adjetivos podrían usarse en una de las peores experiencias fílmicas que he tenido en la vida (y cuyo texto me ganó el odio de varios lectores de este diario): Transformers: Revenge of the Fallen (Bay, 2009).
Con todo, hay que aceptar que le debemos mucho a Coppola y tan solo por eso es casi obligatorio ir al cine y ver esta película. Lo suyo no solo es la obra, sino también la actitud: la valentía de enfrentarse al sistema, la necedad de siempre aferrarse a su visión, luchar por un proyecto que tenía en su cabeza desde hace décadas y que no importando nada (ni siquiera haber vendido sus viñedos para financiar la cinta), sacó avante frente al asombro de todos.
No es la primera vez, y esperamos, sinceramente, que no sea la última.