De Succession (2018-), serie de HBO, me quedó esta impresión después de ver el primer episodio: la gente rica tiene daños que a los pobres nos están negados. Hay monstruosidades que solo crecen con el poder y el dinero, esos perros negros del infierno. La falta de carácter, por ejemplo, la crueldad, la mezquindad o la capacidad para hacer daño a gran escala. La familia Roy es prueba de ello.
Multimillonarios dueños de un emporio de entretenimiento que va de los parques de diversiones a los medios de comunicación, la familia Roy se encuentra en un trance trascendental: el de la sucesión al frente del emporio empresarial que el patriarca creó trabajando desde la nada. El capitalismo siempre favorecerá a los hombres blancos y ambiciosos con empuje de bestias de carga. Intocables, esos hombres saben que el curso de la historia está en sus impulsos. Y se regodean en ello.
Logan Roy (Brian Cox, imparable, el personaje con el que es más fácil simpatizar) es la mula a la que nadie pudo quebrar. Llega el momento de pasar la antorcha a los hijos: ¿la bestia se dejará domar, encerrarse en una vida doméstica, usar pantuflas y pants para caminar por su mansión como un Charles Foster Kane en su Xanadú particular?
En cierto momento de ese glorioso primer capítulo, Roman Roy (Kieran Culkin, te extrañábamos, Igby), un personaje que se nos presenta como el más divertido, el más desenfadado de la familia, hace una apuesta insana con un niño que mira a los Roy disputar un juego de softball: mete un homerun y te doy un millón de dólares. Quitarle un pelo a un gato, uno piensa. No se puede ser tan mala onda como para… Pues sí, el niño pega de hit y los malditos Roy hacen todo lo posible para sacarlo. Y, pum, out en home. “Uy, te quedaste tan cerca”, dice Roman, y frente a los ojos del niño rompe en cachitos el cheque maldito.
Son unos bastardos, les digo. Niños ricos sin nada más que falsedades y dolores escondidos al fondo del pecho. Pero no sentiremos compasión por ellos: hay monstruos que seducen mejor con la vileza.
Los hijos Roy se completan con Shiv (Sarah Snook), Kendall (Jeremy Strong) y Connor (Alan Ruck). Kendall parece el único interesado en heredar la presidencia del consejo de la empresa. Drogadicto y falto de personalidad, Kendall oye a los Beastie Boys para darse valor: no es más que un niñato jugando en el mundo de los adultos. Shiv está más interesada en su trabajo político y Connor, el primogénito, tiene todo un plan para expropiar agua potable: “Pronto dice habrá guerras por el agua”, dice de manera casual. Por ahí, perdido en las aguas, conocemos al primo Greg (Nicholas Braun), un maladroit que por razones que será mejor no revelar, se convertirá en una persona de interés para los que miramos.
La serie se acerca a un culmen interesante ahora que viene la tercera temporada. ¿Podrá mantener el impulso de las dos primeras entregas? Jesse Armstrong, el creador y showrunner de la serie, tiene la pelota en su cancha.
Como buena (y sabrosa) saga familiar, en Succession hay intrigas y secretos, pero no esperan una culebrón al estilo de clásicos como Dinasty o Falcon Crest. Succession va más allá de los límites del melodrama. No hay, casi, personajes nobles con los que se espera que la audiencia fraternice. ¿A quién le echamos porras, al poco carismático Kendall? Las lealtades de los que miramos son de un vaivén que hace de la serie un espectáculo digno de dedicarle horas y horas de maratón.