Alguna vez trabajé en televisión. Era irreal. Todo mundo tenía prisa, la calidad del trabajo era pésima, el ambiente, letal como un cuarto lleno de monóxido de carbono. Pero era emocionante. Empuja, empuja, empuja. Gana rating, genera ventas, haz que la conductora se vea bien. Saca todo lo que tengas, dámelo todo, lo único que importa es la pantalla. Dale.
No es ninguna sorpresa que todos en el mundo de la televisión sean cocainómanos. O al menos se comporten así. Ego, estrés, autodestrucción por cada poro. Duré un año en ese empleo y no sé cómo lo hice. Solo puedo decir que ese fue mi primer y último encuentro con el mundo de la tele. Me lo prometí. Como el cuervo de Poe, me atreví a decir que nunca más.
Pero en aquel tiempo, dioses, me sentía la reina del mundo. Sí, solo era una guionista. Sí, no era nada buena y mi trabajo no tuvo ninguna trascendencia. No me quejo de la paga, ni de la oportunidad. Experimentar en primerísima persona el complejo de grandeza no es cosa menor. La dinámica asesina de la televisión llega por las arterias a gran velocidad. Es un hechizo. “Una vez que abres esa puerta, es muy difícil cerrarla”, me dijo alguien a quien amé. Pero no fue al respecto de la televisión, aunque la frase queda bien para explicar el caso. Ya iré a eso pronto.
Hace una semana comencé a ver The Morning Show, programa de Apple TV que retrata el carnaval que es hacer televisión. Está basada en un libro que devoro en estos días llamado Top of the Morning: Inside the Cutthroat World of Morning TV, del periodista Brian Steltser, una mirada sin cortapisas sobre ese cielo de cordialidad que son los programas matutinos. Como dice el título, en ese mundo –el de la tele en vivo, pues– es de yugular tras yugular. Te toma por el cuello y no te suelta hasta que ha devorado tu cadáver, de ti no queda ni tu último resuello… ¿Les parece que Andrea Legarreta es estúpida y no tiene talento? Piensen de nuevo: nadie sobrevive 20 años en la televisión sin ser muy audaz, muy inteligente, o al menos muy hijo de perra.
The Morning Show sigue la vida de dos conductoras: la veterana Alex Levy (Jennifer Aniston en modo incendio), reina de las noticias matutinas, y la recién llegada Bradley Jackson (una Reese Whiterspoon imparable). Ambas se encuentran en verdaderas encrucijadas. Billy Crudup es el gran titiritero: un jefe de la división de noticias (que también dobletea como jefe de toda la línea de entretenimiento) de una de la tres grandes cadenas estadounidenses. La serie se atraganta de repente por la cantidad de intrigas que son su combustible. No es una serie perfecta. Hey, tampoco el show matutino que le da nombre lo es. Pero es gran televisión. Una serie que tiene resonancias ciertas, valientes, sólidas.
Mitch Kessler (Steve Carell, ¿hay algo que este hombre no sepa actuar?), el conductor estelar del show, el encargado de llevarle las noticias a la mesa de desayuno a las siempre pulcras familias estadounidenses, ve su cabeza rodar en medio del escándalo del #MeToo. Kessler, se revela, ha creado un ambiente depredador en el set. Sus imprudencias con mujeres del staff, sus aventuras con jóvenes recién llegadas, su forma de no mantener su pene dentro de los calzones han sido descubiertas. La justicia ha llegado por Mitch. ¿Pero es justo que su cabeza ruede sola? Hmm.
Por supuesto, hay un ambiente que ha permitido que durante años Mitch se salga con la suya y todas las mujeres del equipo sean su propia granja de carne. Todos sabían. Nadie hizo nada hasta que apareció un cierto reportaje en el New York Times con el nombre de un tal Harvey Weinstein pintado en blanco y negro, pero también en rojo sangre. Una revolución se creó y pronto los Weinstein, los Mitch Kesslers de los medios (y más allá) empezaron a ver sus triunfos carnales convertirse en las asesinas que venían por ellos. La discusión se volvió incómoda, pero fácil: sí, estos hombres borrachos de fama son los que se aprovecharon de estas chavas inocentes. Destruyámoslos.
¿Qué hay detrás de un depredador? Hay un ecosistema, un hábitat que lo necesita. Sin depredadores hay una disrupción en el equilibrio natural de la cosas. Son como una purga. Estos hombres que se aprovechan de sus posiciones de poder, de su éxito intoxicante, se ven a sí mismos como la justicia de los dioses. No estábamos haciendo nada malo: ellas querían, ellas fueron al cuarto de hotel, oye, ella me miraba con deseo. Era adulta, era adulta, era adulta. Desde luego quería cogerse al gran maestro ceremonias. Solo mírame, ¿quién no querría una probada de todo esto?
Kessler, el personaje de Steve Carell, es adorable. Inteligente, seductor, no es ninguna sorpresa que fuera la estrella de las mañanas. Queremos estar de su lado, de verdad. Seguro estas acusaciones no son más que venganzas de amantes desechadas, de feminazis, de escaladoras de la montaña de la gloria televisiva: quieren su media hora al aire.
Y entonces, sucede. En cierto episodio de la serie, podemos ver exactamente como el hermoso Mitch Kessler se lleva a la cama a una mujer del equipo del show. Es una escena que se desarrolla con la paciencia y la sensibilidad necesarias, pero también con la ligereza imprescindible. Este tipo de actos suceden de manera leve, gradual, placentera. De pronto sientes el interés de ese hombre por ti, te sientes especial, al fin has encontrado a tu mentor, alguien que te va ayudar a ser todo lo que siempre has soñado porque, claro, su interés en ti confirma que eres una en mil.
Sucede. Esas mujeres —adultas, empoderadas, en camino ascendente —caen en la cama de estos cazadores porque les conviene. Nadie las obligó. Sí, nadie abusó de su poder y ellas también obtuvieron algo a cambio, ¿no? El club varonil del poder logra hasta convencernos a nosotras, sus víctimas, de que así es, que se trató totalmente de un quid pro quo y que somos muy hábiles jugando el juego del poder.
No estoy usando el plural de manera gratuita: yo estuve ahí. Yo, of all people, sé lo que es tener el pene de tu mentor dentro de ti. Sé, muy bien (he recreado la escena un millón de veces en mi mente para acusarme y convencerme que la pendeja fui yo, he llorado soñando que él me perdona), lo que es verte destruida en las manos de alguien en quien confiaste para que te enseñara los rudimentos del oficio que soñabas con perfeccionar.
Era joven y ambiciosa. Muy ingenua. Este hombre (cuyo nombre me reservo) me sedujo no sólo presentándose a sí mismo como un héroe. De hecho lo hizo jugando con mis propias cartas: me convenció a mí misma que la heroína era yo, que yo era la que se había metido en su cama y tenía el control de la relación. Para que conste: yo tenía 18 años, mayor de edad, y estaba profundamente enamorada. Enamorada de él, pero también de ese ensueño que él había ayudado a crear en mi cabeza. Éramos los dos únicos, inseparables, poderosos. Eres mi pequeña protegé y me excita cogerte. Porque eres tan inteligente, porque tienes tanto futuro, porque no fuiste lo bastante rápida para sacar mi mano de tus jeans.
“Una vez que abres esa puerta, es muy difícil cerrarla”, me dijo. Se refería al sexo, al abuso. El asunto terminó como empezó: con tímido redoble de tambores. Un día me dijo que ya no estaba interesado. Se había cansado de ponerle el cuerno a su novia de entonces, conductora televisiva también (y a mí me divertía ser el secreto de esa relación, el “escape” que les permitía a esos dos narcisistas mantenerse juntos). Cuando, como era de esperarse, me quebré en miles de pedacitos, él me dijo de manera inolvidable: “No exageres y no esperes que actúe como si también fuera mi primera vez”.
La máquina del abuso ahí donde hay poder funciona de la manera más adecuada. Nadie se queja en realidad de ella porque de hecho que funciona muy bien. Las víctimas solo se dan cuenta de que lo son a toro pasado. En el momento del hecho están confundidas o hasta felices. Por fin llegó mi gran chance. Por fin él me ha notado. ¿Cómo me niego? Eso me costaría la chamba y mi fulgurante futuro.
Y no es casualidad que la mayor parte de las víctimas seamos mujeres. La historia nos ha enseñado que nuestro papel en los grandes acontecimientos es el de ser matrices que paren, vaginas que se lamen, funditas para las vergas. Solo explotando nuestra sexualidad podemos ganar. El cuento se repite ad nauseam.
The Morning Show puede parecer frívolo, pero su retrato de los medios de comunicación (y los abusos que suceden en ese contexto) es atinadísimo. No puedo esperar a que la segunda temporada cuente nuestra historia. Es gran televisión.
The Morning Show se puede ver exclusivamente en Apple TV.
Este texto se publicó originalmente en el blog 'La Libreta de Irma', y fue reproducido con permiso de la autora.